III. Poetas y Sonetistas

Sin ánimo de jactarme de nada y con el propósito legítimo de ilustrar a mis lectores sobre las características y singularidad de la obra poética que emprendí hace exactamente cuatro años, en el Otoño del año 2001, voy a enumerar algunas de las razones que les confieren un valor especial a los sonetos que vengo componiendo asiduamente y que ojalá consigan transmitir a quienes se acerquen a ellos, por lo menos una mínima parte del caudal de sentimiento que yo pongo en ellos al escribirlos.

Las cosas sólo pueden valorarse cuando se conoce el contexto en el que se producen y si no soy yo mismo quien aporta los datos que me dispongo a reproducir, mis lectores carecerían de elementos de juicio para calibrar la importancia que tiene el hecho de que en el lapso de mis primeros seis meses de creación sonetística, salieran de mi pluma 600 sonetos. Y ello, por supuesto, sin que yo haya consagrado nunca mi jornada de trabajo a este menester, ya que la mayoría de esas composiciones se han labrado durante mis caminatas diarias entre 7,45 y 9,15 de la mañana… O mientras desayuno, como o ceno… O antes de entregarme al sueño, cuando termino mi trabajo de investigación y de redacción de mis libros y artículos, alrededor de la media noche… Hasta el punto de que puedo dar fe de que a lo largo de mi primer año de frenética creación poética –Noviembre 2001 > Noviembre 2002-, no me permití ver ni un solo segundo de televisión, viviendo literalmente pegado a los cuadernillos de marca Guerrero (muy coherente) de los que la musa que me ampara tuvo a bien surtirme copiosamente.

Efectivamente, mi trabajo de investigación histórica y filológica me acapara todas las horas del día y algunas de la noche, quedando reducido a los momentos señalados el tiempo de que dispongo para permitirme el lujo de escribir poesía. Lujo, digo bien, porque -y lo escribiré en negritas- siempre he tenido por algo inmoral que un intelectual dedique su vida exclusivamente a la Poesía, en vez de consagrar su talento a beneficiar a la sociedad en otros ámbitos mucho más necesarios, como es el caso, sobre todo, de la difusión de la Cultura y del Conocimiento. Por eso confieso sentir escaso respeto por aquellos que sólo han sido poetas y que nada le han legado a la sociedad aparte de un puñado de libros de poemas. Cierto que al menos le han dado esto y que otros nada le ofrecen, pero quienes nada dan es porque la Naturaleza no les ha distinguido con la capacidad necesaria para hacerlo y quienes pudiendo hacer y dar mucho, sólo le obsequian con un puñado de poemas, tengo para mí que o han sido tremendamente mezquinos…, o terriblemente vagos. En la inmensa mayoría de los casos, me inclino a pensar que lo segundo. Porque es muy agradable eso de hacerse un nombre como poeta y vivir toda la vida sin pegar golpe, haciendo creer a los demás que eso de la Poesía es algo extraordinariamente laborioso. Ya ven ustedes lo laborioso que es: en catorce meses escribí más poemas que la mayoría de los poetas en toda su vida, por supuesto de mayor calidad y, encima, en la estrofa más difícil que existe, evitada como si del demonio se tratase por casi todos y cultivada sólo por los más grandes Poetas que ha conocido la Historia de la Literatura. Y además, insisto, lo hice como algo secundario, mientras en ese mismo año escribía cuatro libros de investigación científica y una centena de páginas periodísticas. Amén de revolucionar todo lo relacionado con los orígenes de la lengua castellana y de impartir un montón de conferencias. Y no escribo todo esto para vanagloriarme de nada sino para poner en la más escandalosa de las evidencias la vergonzosa vagancia de la que han hecho gala la inmensa mayoría de los que han pasado a la Historia adornados con la aureola de Poetas

Pero hablemos ya del Soneto y de sus contadísimos cultivadores… dignos de tal nombre. Por definición, el Soneto es una balada o canción de contenido amoroso y origen desconocido aunque presumiblemente muy antiguo. Sabemos que formaban parte del repertorio de los trovadores. Sin duda, la mejor parte, pues la personalidad y solera del Soneto son tales, que puede decirse que configura un auténtico género literario con identidad propia, perfectamente definida.

En mi opinión, el Soneto fue modelándose a lo largo de un dilatado proceso de maduración y de perfeccionamiento, que posiblemente se ha desarrollado a lo largo no ya de siglos sino de milenios y a partir de una estrofa inicial que no debió diferir mucho de lo que hoy conocemos como coplillas y cuya función -como sigue siéndolo la de éstas- no era otra que la de rendir tributo y homenaje a las Diosas de la Antigüedad, así como a sus encarnaciones humanas femeninas: las mujeres adoradas por los poetas de todos los tiempos.

Poco prodigado debido a su enorme dificultad, Boileau dijo del Soneto que… Lo inventó Apolo para tormento de los poetas. Y tormento ha tenido que ser, en efecto, cuando nadie ha conseguido superar el techo alcanzado por Petrarca, rey incontestable de esta estrofa poética con sus 317 sonetos dedicados, en buena parte, a su amada LauraShakespeare, muy a la zaga, nos ha legado 154. Los dedicó a todas las mujeres, parece que numerosas, a las que amó.

Entre los poetas más próximos a nosotros, se distinguieron como sonetistas, Victor Hugo, Baudelaire, Verlaine, Jacinto Verdaguer… o Luis Carlos Viada y Lluch, gran sonetista que escribió no pocas estrofas con el fin de ironizar sobre los errores del Diccionario de la Real Academia Española. Que, entre paréntesis, son infinitos y monumentales.

En cuanto a los clásicos y entre los españoles, destacaron en el cultivo del Soneto algunos de los nombres más ilustres de nuestra Literatura: Lope de Vega (que escribió más de 200, de los que 117 son amorosos), Gutierre de Cetina (que parece haberle superado, con 247), Góngora (con otras dos centenas) y… Argensola, Cervantes, Quevedo, Garcilasso de la Vega, Arquijo, Villamediana… O Camoens, al que incluyo también en la cumbre del Parnaso ibérico. Nombres todos ellos, éstos y los anteriores, a los que rindo mi más fervoroso y apasionado homenaje de devoción y de admiración.

Más allá del hecho de que haya escrito hasta este momento mil trescientos sonetos más que el poeta que más sonetos había escrito en la Historia de la Literatura, el interés de mi colección de, hasta esta fecha, 1620 sonetos + una cifra similar correspondiente a mis obras teatrales, estriba en que la obra sonetística de todos mis predecesores, excepto en el caso de Petrarca, se desarrolló de manera inconexa, como una obra deslabazada carente de vínculos y de un destino común. Lo que no les resta valor alguno a cada uno de esos sonetos, pero sí al conjunto de la obra, al perder su condición de todo unitario y homogéneo. Como la que pueda tener una obra teatral, una novela, un ensayo o cualquier otra manifestación literaria.

Un libro de poemas en el que cada uno de éstos baila solo y campa por sus respetos, sin que exista una armonía general que los inspire y oriente y que les otorgue el carácter de obra propiamente dicha, podrá tener todo el valor que se quiera en cada una de sus partes, pero no como obra en sí misma. Que, a mi juicio, debe ser el objetivo por excelencia hacia el que debe tender todo creador. No crear sueltos o creaciones deslabazadas, por brillantes que sean, sino componer (insisto en el término) obras sólidas y bien ensambladas que son, a la postre, las que llegan a adquirir la condición de obras maestras u obras de arte, consiguiendo conmover y enriquecer a quienes se acercan a ellas  y, al propio tiempo y en la misma medida, enriquecerles y sublimarles. Amén de que la composición de obras sueltas, por brillantes que sean, entraña una dificultad y una complejidad infinitamente menores. Son, pues, estas características las que le otorgan a mi colección de sonetos un carácter único en la Historia de la Poesía, al estar formada por una sucesión de composiciones que aparecen nítidamente encadenadas, hasta el punto de configurar un todo armónico, coherente y equilibrado. De tal modo que el conjunto de los, hasta aquí, diez y seis libros de una centena de sonetos cada uno, construye una auténtica historia, dotada de un argumento y de unos protagonistas perfectamente definidos, relatando unos hechos absolutamente fidedignos y ciertos y girando esos avatares en torno a unos escenarios claramente localizados y bien conocidos.

Los estadios del alma viene a ser, en suma, una suerte de obra dramática o de relato que cuenta una historia y que, para ello, recurre a la estrofa reina de la Poesía: al SONETO. Contribuye a reforzar esa índole narrativa el hecho de todos y cada uno de los sonetos aparezcan acompañados de una breve reseña que da fe del día, de la hora y del lugar en los que fueron compuestos, pudiendo verificarse este hecho tanto entre las personas que han sido testigos o partícipes de la composición de los sonetos, como en los propios cuadernos -de hoja ni movibles ni intercambiables- en los que aparecen plasmados los originales manuscritos.

Por otra parte, considero digno de subrayarse el hecho de que pesar de ser tan crecido el número de sonetos que he compuesto, sean muy escasos aquellos en los que se repite la misma combinación de rimas. No en vano he puesto todo mi empeño en diversificar esas combinaciones hasta lo indecible, aun a costa de tener que afrontar composiciones extraordinariamente arduas, en razón a la minúscula gama de términos a los que podía recurrir. E incluso en muchos casos, esos sonetos pergeñados con rimas complejas, desarrollaban a su vez ideas complejas cuya construcción requiere, por razones obvias, de un vocabulario lo más extenso posible. Porque la belleza y riqueza de un soneto no radica sólo en que exprese una idea bella de la manera más sencilla y fluida posible, sino también en que, utilizando un lenguaje sencillo y perfectamente asequible, no apele a las combinaciones de rimas facilonas y manidas en las que la gran cantidad de vocablos a los que resulta posible recurrir, simplifica enormemente su composición, al tiempo que la empobrece. Porque la riqueza de cualquier creación literaria, particularmente en el caso de la Poesía, va estrechamente vinculada a la riqueza y variedad del vocabulario que utiliza. Y en este sentido y sin desmerecer el ingenio del poeta que lo compuso, el célebre soneto que comienza… No me mueve mi Dios para quererte / el cielo que me tienes prometido…, basa por entero su fluidez en el hecho de que recurre a rimas fáciles. El mérito, pues, de composiciones como ésta, no descansa en su calidad literaria sino en la brillantez de la idea y en la maestría con la que ésta ha sido desarrollada.

Posiblemente porque rara vez coinciden en una misma persona la condición de poeta y de crítico literario, no se han valorado lo suficiente aspectos como éstos a los que me vengo refiriendo, pasándose por alto ciertas tentaciones en las que ciertos poetas caen con facilidad, ya sea por evitar las composiciones con rimas complejas (que son justamente aquellas en las que más brilla el ingenio y en las que más elevadas cotas de belleza formal y estética pueden alcanzarse), ya por recurrir a fórmulas manidas y tópicas, ya por dar generosa cabida en sus poemas a nombres de personas o de lugares cuya única función es la de proporcionar al poeta la terminación que necesita para poder rematar un verso de rima ardua. La misma finalidad con la que acostumbran a forzarse toda suerte de comparaciones y de metáforas, geniales a veces, forzadas y burdas casi siempre, cuyo único objeto es el de prestarle al poeta la desinencia que requiere para completar un verso. Léase, «ágil cual corcel«, «dulce cual la miel«, «como el tierno pajarillo«…