Todo comenzó con un soneto, compuesto dentro de una colección de poemas que, a partir de los primeros días del mes de Octubre del año 2001, decidí escribir como homenaje de amor a aquella que anhelaba llegase a ser mi mujer: la santanderina -mezcla de gallega, castellana y cántabra- María Amparo M. Abella. Y aquel soneto, para sorpresa y satisfacción de su autor -que muchos centenares de poemas y algunos sonetos también había escrito con anterioridad- fue acogido por su destinataria con tal explosión de entusiasmo y complacencia, que el tan bien gratificado escritor decidió reincidir en el empeño y dedicarle a su amada algunos sonetos más. Todo esto sucedía en Santander un día 8 de Noviembre y cinco días más tarde, en la madrugada del día 13 y entre las 6 y las 9 de la mañana, fui víctima de una suerte de ataque de sonetismo agudo que se saldó con la composición de tres sonetos más, a los que seguiría un cuarto en la noche de esa misma jornada. Y así empezaron a caer sonetos en los días que siguieron, compuestos todos ellos en las horas iniciales del día con el fin de que no estorbaran la redacción del libro que entonces estaba concluyendo –La Memoria recobrada- y del que acometí inmediatamente después de haber ultimado éste. Hasta que un buen día y ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, decidí imponerme el reto de escribir un centenar de sonetos dedicados a aquella que ya por entonces se había convertido en mi mujer, a pesar de que la distancia que media entre Madrid y Santander seguía interponiéndose entre nosotros.
Al igual que los hombres de antaño rastreaban las flores más hermosas y escasas para ofrecérselas a las mujeres que amaban y cuyos favores pretendían… o que los hombres de hogaño procuran deslumbrar a sus enamoradas con costosísimas joyas, viajes disfrutados con lujo oriental o presentes caracterizados siempre por su elevado precio, el mejor obsequio que un poeta puede brindar a la mujer de sus sueños es un libro de poemas. En la medida, naturalmente, en que esa mujer sea capaz de valorar esa ofrenda preciosa. Tanto más valiosa, por supuesto, cuanto mayor sea la calidad, singularidad y cantidad de los poemas que esa colección reúna. Porque todos aquellos presentes que un hombre pueda ofrecer y que pueden obtenerse con dinero, tienen un valor más que relativo, en tanto en cuanto esos dones se hallan al alcance de cualquiera que posea los medios necesarios para adquirirlos. Sin embargo, la singularidad y hasta la excepcionalidad de un libro de poemas lo convierte en el obsequio por antonomasia. Porque es personal e intransferible, porque ha sido creado ex-profeso para la mujer a la que va dirigido y porque, encima, ella es su protagonista absoluta. Hasta el punto de que sin su colaboración, sin el caudal de inspiración y de materia poética que ella aporta al poeta por el mero hecho de existir y de amarle (o, por lo menos, de tolerar su amor), la obra concebida por éste resultaría del todo punto inviable.
De cuanto antecede se deduce hasta qué punto es enorme la deuda que tengo contraída con la mujer que supo abrir en mí la válvula de mi pasión, precintada hasta entonces. Porque sin su sensibilidad para recibir y valorar mi obra y sin la admiración que en mí produjeron su belleza interior y exterior, esta obra jamás habría llegado a componerse. Y buena prueba de ello el hecho de que se cuenten por centenares los poemas que he escrito a lo largo de mi vida, siendo todos ellos de una talla, de una estatura incomparablemente inferior a la de los que aquí aparecen reunidos. No debe, pues, valorarse como mera fórmula de cortesía o de galantería mi afirmación de que este libro no habría llegado jamás a ver la luz, si la mujer que lo ha inspirado no hubiera existido… o no hubiera hecho acto de presencia en mi vida, paseando junto al mar a la hora del crepúsculo, en el verano del año 2000. Porque en pocas ocasiones será más cierto aquello de que los poemas los escriben, a partes iguales, los poetas y las mujeres a las que aman. De donde el que la categoría de un poema esté en función, siempre, no sólo del talento de quien lo compone sino, en no menor medida, de la propia categoría de la mujer que lo inspira. En este caso, de una mujer llamada María Amparo que, jugando con los distintos estadios morfológicos en la evolución de sus dos nombres, me llevó a titular de esta guisa los seis primeros libros de mi colección:
cien sonetos de ámbar… / cien sonetos al alba… / cien sonetos de amparo… / cien sonetos del alma… / cien sonetos de amor… / cien sonetos de mar
Mis lectores juzgarán objetivamente por cuanto sigue, no tanto mi estatura cuanto la de la mujer a la que, sospecho que por espacio de mucho tiempo, he entronizado como Soberana de la Poesía.