V. Sonetos de ámbar…, sonetos de amparo

Así nació en mí el proyecto de escribir esta colección de sonetos, a modo de homenaje a todas las mujeres y muy especialmente a aquella a la que, al poco de conocerla en el verano del año 2000, dirigí una primera carta redactada en estos premonitorios términos…

Desde que nos vimos por última vez y me entregaste aquella nota en papel cuadriculado con tus dos direcciones y teléfono, ese papelito junto con otro escrito por una de mis hijas también en una hoja de blok, suelen estar sobre el teclado de este ordenador en las horas que no lo utilizo. Con la finalidad evidente de impedir que caigan en el olvido.

 

He esperado a concluir el libro que estaba escribiendo cuando nos conocimos en el mes de Agosto, para hacer uso al fin de este billete (así se llamaba antes a estas notas) que me dejaste con el propósito de que, si lo deseaba, pudiera viajar hasta ti epistolarmente. Y efectivamente lo deseo, aunque con todas las cautelas y precauciones del mundo en razón por una parte a la extraordinaria calidad de mi destinataria y, por otra, a sus circunstancias. Porque si aquélla me alentaría a prodigarme en toda suerte de manifestaciones de admiración y de afecto, éstas me recuerdan lo inconveniente y problemático de tales arrebatos de sinceridad y de espontaneidad.

 

Me impresionaste por la forma como paseabas junto al mar y ya no dejaste de impresionarme desde entonces: por tu sensatez, tu moderación, tu elegancia, tu discreción, tu pureza… Y esa admiración creció todavía más cuando me hablaste de tu infancia y de tu juventud, no dejando de descubrirme incluso algunos de sus capítulos más sensibles e íntimos.

 

Ahora no, ya que vivo casi casi retirado de todo y de todos, con la sola salvedad de mis hijos y de mis lectores, pero durante el resto de mi vida he tratado con muchas mujeres, las suficientes como para haber podido distinguir y apreciar de inmediato los valores, verdaderamente insólitos, que se dan en ti y que convierten en una delicia la relación contigo. Imagino que tú eres más consciente que nadie de lo alejada que estás de la forma de ser de la mayoría de las mujeres. Hay que reconocerles a tus padres que el tipo de educación que te dieron te ha rodeado de un halo de…, creo que la palabra que mejor define lo que yo he apreciado es la pureza. La sensación que yo he tenido de ti es la de que eres una mujer incontaminada por la vida. Es decir que aunque la vida te haya zarandeado como a todos, conservas íntegra toda la belleza interior que fue modelándose en tu espíritu a lo largo de todos aquellos años de recluimiento (prefiero este término al de reclusión, que tiene connotaciones distintas). Es esa belleza de tu alma la que te distingue del común de los mortales y la que me ha impresionado al conocerte, poniéndome en guardia ante la segura posibilidad de quedar absolutamente prendado de ese sublime paisaje interior tuyo que tan nada en común tiene con el los demás seres humanos, sea cual sea su sexo. Lo propio es, pues, que mi prendamiento (y subsiguiente prendimiento…), se produzca con todas las distancias que hacen al caso. Distancias que en cualquier caso no han de impedirme manifestarte pensamientos y sentimientos semejantes a los que acabo de exponerte, en futuras cartas que en la medida de mis nulas disponibilidades de tiempo prometo escribirte.

 

Permíteme, pues, que ejerza ante ti como aquellos caballeros medievales que rendían homenaje a la mujer, postrando su vida ante ella aunque negándose, a la vez, la posibilidad incluso de llegar a verla. Cosa sencilla en este caso dados los kilómetros que separan Madrid de Santander.

 

Recibe todo mi cariño, envuelto en una suave bocanada de brisa de tu mar…

 

Santander, Octubre 20, 2000

 

A esta carta y a una decena escasa de paseos matutinos a la vera del mar en el mes de Agosto del año 2001, previos a mi jornada de trabajo, seguiría la composición del primer poema con el que quise rendir tributo de admiración a la que entonces era sólo una excelente amiga y asidua lectora de mi página dominical en el diario Alerta de Santander. Diario que recibía semanalmente en su domicilio de Madrid. Y si saco a colación aquel breve poema es porque, aun no tratándose de un soneto, se hallaba en potencia en él la idea esencial de lo que acabaría siendo un Poemario: componer una colección de poemas de amor, dedicados a una mujer cuyo nombre, Amparo, resulta ser la denominación antigua del amor. Y como forma previa a ambas, el nombre del ámbar con el que nuestros antepasados modelaban las figuritas en las que ora representaban a la Diosa Madre, a la Diosa del Amor, ora reproducían los animales que a ella estaban consagrados. Por eso el ámbar ostenta el ilustrísimo nombre que ostenta y que permite que, merced a esta resina, podamos conocer el antiguo nombre del amor del que ámbar es su forma fosilizada.

El ámbar fue, con ventaja incluso sobre el oro, la materia más apreciada y valorada por nuestros ancestros prehistóricos. Por eso, y por la razón que acabo de citar, intitulé Cien sonetos de ámbar a mi primer libro de sonetos, a la vez que primero de Los estadios del alma. Porque si nuestros antepasados hubieran querido expresar metafóricamente la altísima valoración que algo les merecía, no habrían dicho de ello que era áureo sino… ambarino. Era, pues, absolutamente oportuno y coherente, titular Cien sonetos de ámbar un libro dedicado a una mujer llamada Amparo. O, lo que es lo mismo, de ámbar. Que esto es lo que quise reflejar en el poemita al que hacía referencia hace un instante y que por haber desempeñado un papel importante en el proceso de gestación de este libro, reproduzco a continuación…

 

Exquisita y delicada como él,

y ajena también

a los estragos del tiempo,

así eres tú, Amparo,

como el ámbar

con el que compartes…

el nombre…, la finura…,

la cuna… y la hermosura.

 

Ya la reacción de entusiasmo de su destinataria, tras leer esta instantánea poética mientras paseábamos juntos por El Sardinero, supuso una verdadera sorpresa para mí. Porque una cosa es que todas las mujeres, sin excepción, se sientan extraordinariamente halagadas cuando se les dedica un poema… y otra muy distinta que posean la sensibilidad y la cultura necesarias para poder valorarlo en su justa medida. Por eso, qué duda cabe que el alto aprecio hecho por mi buena amiga de los versos con que quise distinguirla, contribuyó poderosamente tanto a reafirmar el alto concepto que tenía de ella como a predisponerme favorablemente para la confección ulterior de otros poemas a ella consagrados.

Como habrá observado el lector, en el poemita que acabo de reproducir afirmo que Amparo comparte con el ámbar una misma cuna. Algo que puede sonar a herejía a quienes creen saber algo de la historia remota de la Humanidad, por ser un lugar común en la historiografía el situar la cuna del ámbar en los países nórdicos, a orillas del Mar Báltico. Uno más de los infinitos dislates acuñados por los antiguos historiadores y repetidos, sin pestañear, por todos sus colegas de la posteridad, cuando lo cierto es que la tierra del ámbar se hallaba en la desembocadura del río Erydanos o Erudinos, a la sazón uno de los primitivos nombres -documentado en un ara descubierto a sus orillas- del río al que hoy conocemos con el nombre de Besaya. Río en cuyos tramos finales está documentada la antigua y generosa presencia del codiciadísimo ámbar

Ámbar y amparo son las formas primitivas de la palabra amor, hija -como tantos otros cientos de términos- de uno de los más ilustres, antiguos y bellos epítetos de la Diosa Albarnia = Albaria = Albania = Ambaria, reconocida y venerada como Madre de la Humanidad y a la que deben su nombre millares de lugares de todo el planeta, empezando por el más antiguo de todos ellos: la Península de Albarnia o Albaria, conocida a la postre con el nombre de Iberia.

Sonetos de ámbar o de amparo equivale, pues, a Sonetos de amor. Y, mucho más atrás en su evolución semántica, a Sonetos al alba, en el sentido originario de este término como albor o florecer de la luz y de la vida. También podría traducirse como Sonetos de mar, por cuanto el mar, que es donde tuvo nacimiento la vida, se integra en el mismo linaje que los precedentes.

Por lo demás, he modelado en ámbar –materia vieja donde las haya- los sonetos que integran esta colección, con el fin de que resulten más cercanos al espíritu de los sonetos de antaño. Léase a los verdaderos sonetos, en la línea de aquel genial «No me mueve mi Dios para quererte…» que a tantas generaciones de castellanohablantes ha impresionado y conmovido desde que fuera compuesto hace varios siglos vaya usted a saber por quién. Sin la menor duda, por uno de los autores más geniales de la Historia de la Poesía, en cualquiera de las lenguas.

Y ésta es, pues, muy sucintamente contada, la historia de la génesis de este Poemario singular para el que las líneas precedentes suponen una introducción conveniente, por no decir que indispensable. Aunque no puedo ni debo rubricar este preámbulo sin referirme a lo que aconteció cuando, ya casi concluido este libro, supe de la existencia de un libro similar publicado en Buenos Aires por Pablo Neruda en el año 1959 y escrito, me imagino, en ese mismo año o en los precedentes…