VI. Los Cien sonetos de amor de Neruda

El caso es que ya vislumbraba la culminación de mi primera centena sonetística, orgullosísimo, como es de ley, por haber llegado a componer el mayor número de sonetos dedicados a una sola mujer -dentro de la Poesía en lengua castellana-, cuando vinimos a saber que el ínclito Pablo Neruda había tenido exactamente la misma idea que yo, sólo que casi medio siglo antes de que a mí se me ocurriera honrar y distinguir a mi amada con ese mismo número de sonetos. Alarma en mi Musa y desazón en mí al conocer tan dolorosa noticia, aunque nuestro desencanto no habría de prolongarse demasiado. Porque cuando tuvimos ante nuestros ojos los Cien sonetos de amor a Matilde Urrutia escritos por Neruda, nuestra reacción de alivio fue pareja a la perplejidad y a la indignación (en este último caso hablo en primera persona) por la auténtica befa que para el Soneto supone la obrita de marras. Por denominarla de alguna manera. Porque lo escrito por Neruda ni son sonetos ni nada que se le parezca y porque resulta vergonzante que desde una posición de privilegio como la que este poeta ocupara en el ámbito de las Letras (por obra y gracia de su credo político, entonces muy en boga entre la intelectualidad…), tratase de confundir y hasta de timar a sus lectores, vendiéndoles como sonetos y como poesía lo que poco tiene de ésta y nada de aquéllos.

Nada tengo que objetar al hecho de que Pablo Neruda eligiese lo que unos denominan verso libre o libérrimo y otros llamamos, simplemente, prosa poética, a la hora de afrontar la redacción de la obra que deseaba dedicar a su amada Matilde Urrutia. Cada cual es perfectamente dueño de escribir como se le antoja y utilizando el lenguaje que mejor cuadra a su personalidad o a su intención. Neruda tenía todo el derecho del mundo a escribir lo que escribió y de la forma como lo escribió. Y tampoco seré yo quien cuestione el valor poético de determinados retazos de la obrita en cuestión. Lo que no es admisible es vender un producto determinado con una etiqueta cambiada. Vamos, que viene a ser lo mismo que si un joyero expone en su escaparate una joya marcada con la etiquetita de oro de ley, cuando la realidad es que se trata de un metal corriente y moliente al que se ha dado el habitual y consabido baño dorado. El comprador de esa joya tendría todo el derecho del mundo a protestar por tamaño fraude, denunciando al joyero que lo hubiera perpetrado. Pues con la Poesía sucede lo propio. El soneto es el más precioso metal, el oro de ley por excelencia de las estrofas poéticas, y no es ni legítimo ni admisible que un poeta venda como sonetos lo que no son otra cosa que versos libérrimos o, denominado con mucha mayor propiedad, prosa más o menos poética.

A Neruda, porque es Neruda, se le ha tolerado llevar a cabo tamaño engaño y como a mí el nombre de este poeta me deja tan frío y tan indiferente como podría dejarme el de cualquier desconocido cultivador de la Poesía, arremeto contra él sin contemplaciones de ningún tipo y le tildo de estafador. Porque nos vende como oro de ley lo que no deja de ser un cromadito mono, semejante a aquellos que tanto fascinan a las señoras como decoración de sus cuartos de baño y de sus cocinas. Y en nada atenúa su fraude el hecho de que en el prólogo de sus Cien sonetos de amor se refiera a ellos como éstos mal llamados sonetos. Porque si él, como es lógico, no los tenía por tales, no tenía ningún derecho a usurpar el ilustrísimo nombre de esta estrofa poética en el título de su libro. Con la finalidad obvia de conferirle mayor categoría y de impresionar a sus lectores. Porque quién más quién menos sabe perfectamente de la dificultad de escribir un soneto y esa centena que él anuncia con su título, constituía un reclamo en toda regla, amén de un espaldarazo para su autor. Por lo menos ante aquellos que jamás llegaran a leerlo. O incluso ante quienes habiéndolo leído, se quedaban fascinados por el hecho de que todo aquello hubiera surgido de la pluma del camarada Neruda. Que así funciona el mundo, como todos sabemos. Las mayores patochadas concebibles se leen con fruición y reverencia si han salido de la pluma de algún santón de las Letras. Y si no, que se lo digan a los cándidos y pacientes lectores del diario ABC que, por espacio de varios años siguieron asiduamente la página escrita por el señor Camilo José Cela. Página infumable donde las haya, a la que el hecho de haber sido pergeñada por un Premio Nobel, otorgaba una categoría especial. Con independencia, como digo, de que la página en cuestión fuera un ladrillo de mucho cuidado, un tostón insoportable. Pero, como acabo de decir, así funciona el mundo. Así, de forma tan estúpida, funciona el mundo.

Con el fin de que mis lectores puedan juzgar si exagero o no exagero al tildar de timo la obra dedicada a Matilde Urrutia por Pablo Neruda, reproduzco a continuación tres de los supuestos sonetos que la integran. Por ellos podrá verificarse que estas composiciones nerudinas tienen tanto de sonetos como yo de sacristán…

                                                                      I

                                          Matilde, nombre de planta o piedra o vino,

                                         de lo que nace de la tierra y dura,

                                         palabra en cuyo crecimiento amanece,

                                         en cuyo estío estalla la luz de los limones.

 

                                          En ese nombre corren navíos de madera

                                         rodeados por enjambres de fuego azul marino,

                                         y esas letras son el agua de un río

                                         que desemboca en mi corazón calcinado.

 

                                          Oh nombre descubierto bajo una enredadera

                                         como la puerta de un túnel desconocido

                                         que comunica con la fragancia del mundo!

 

                                          Oh invádeme con tu boca abrasadora,

                                         indágame, si quieres, con tus ojos nocturnos,

                                         pero en tu nombre déjame navegar y dormir.

 

                                                                        IX

                                          Al golpe de la ola contra la piedra indócil

                                         la claridad estalla y establece su rosa

                                         y el círculo del mar se reduce a un racimo,

                                         a una sola gota de sal azul que cae.

 

                                          Oh radiante magnolia desatada en la espuma,

                                         magnética viajera cuya muerte florece

                                         y eternamente vuelve a ser ya no ser nada:

                                         sal rota, deslumbrante movimiento marino.

 

                                           Juntos tú y yo, amor mío, sellamos el silencio,

                                         mientras destruye el mar sus constantes estatuas

                                         y derrumba sus torres de arrebato y blancura,

 

                                          porque en la trama de estos tejidos invisibles

                                         del agua desbocada, de la incesante arena,

                                         sostenemos la única y acosada ternura.

 

 

                                                                        XIII

                                          La luz que de tus pies sube a tu cabellera,

                                         la turgencia que envuelve tu forma delicada,

                                         no es de nácar marino, nunca de plata fría:

                                         eres de pan, de pan amado por el fuego.

 

                                          La harina levantó su granero contigo

                                         y creció incrementada por la edad venturosa,

                                         cuando los cereales duplicaron tu pecho

                                         mi amor era el carbón trabajando en la tierra.

 

                                          Oh, pan tu frente, pan tus piernas, pan tu boca,

                                         pan que devoro y nace con luz cada mañana,

                                         bienamada, bandera de las panaderías,

 

                                          una lección de sangre te dio el fuego,

                                         de la harina aprendiste a ser sagrada,

                                         y del pan el idioma y el aroma.

 

Vergüenza ajena, pues, me hizo sentir la lectura de esta caricatura de sonetos dedicada por Pablo Neruda a la pobre Matilde Urrutia… Me imagino la cara que debió poner la infeliz (seguro que correligionaria suya) al verse homenajeada e inmortalizada en ese auténtico monumento a la falta de inspiración y de talento que constituye esa centena de reflexiones y de imágenes reunidas bajo el envoltorio nominal -que no formal- de sonetos. Con el agravante de que el poeta reconoce en la dedicatoria de su libro…

Señora mía muy amada, gran padecimiento tuve al escribirte estos mal llamados sonetos y harto me dolieron y costaron…

Pero, ¡hombre de Dios!, si lo que escribiste no eran sonetos, ¿entonces por qué los denominaste de esta guisa? ¿Quién te obligaba a hacerlo? ¿Acaso tu editor? ¿O simplemente el hecho de superar a todos los poetas precedentes en el número de sonetos que dedicaron a sus musas respectivas? Pues si harto te dolieron y costaron esos mal llamados sonetos, imáginate lo doloroso que te habría resultado el parto si lo que hubieras escrito hubieran sido cien sonetos de verdad. Ocioso es decir que jamás habrías alcanzado esa centena de la que tanto blasonas y que te habrías dado con un canto en los dientes si hubieras alcanzado la decena.

No debo ocultar que el comprobar lo que Neruda había dado de sí en su canto a la Urrutia, supuso una satisfacción notable para mí…, a la vez que un espaldarazo. Satisfacción porque ese indeseado precedente a mi colección de un centenar de sonetos dedicados a una misma mujer, se había volatilizado. Porque eran cien, sí, pero no eran sonetos. Y la dificultad de dedicar cien poemas a una misma mujer, radica justamente en el hecho de que sean sonetos. Porque yo mismo he escrito bastante más de una centena de poemas por lo menos a cuatro mujeres a las que he amado en mi vida…, pero no eran sonetos y su dificultad era, por tanto, incomparablemente inferior.