VII. Los 66 sonetos de Lope de Vega a Camila Lucinda

Decía que nuestro descubrimiento del fraude sonetístico de Neruda supuso también un espaldarazo para mí. Porque si todo un Premio Nobel había sido rotundamente incapaz de materializar su propósito de componer una centena de sonetos amorosos, mi colección cobraba así un valor que de otro modo no habría tenido. Salvo que cualquier otro poeta en lengua castellana hubiera logrado esa gesta en centurias anteriores. Cosa que no parece haber sucedido. Y es significativo a este respecto el hecho de que el Príncipe de los Ingenios, el ilustrísimo Lope de Vega, paradigma de fecundidad y de talento, no compusiera más allá de doscientos sonetos, amén de los incluidos en sus obras teatrales. Y de todos ellos, los sonetos de amor no pasan de ciento diez y siete. Con la particularidad de que sólo sesenta y seis de ellos están dedicados a una misma persona: a la que fuera su mujer, Micaela de Luján, presentada en sus poemas con el alcuño de Camila Lucinda.

De todo cuanto antecede se deduce que descartado el timo sonetístico de Neruda, mi competidor más directo en esta curiosa lid para determinar qué poeta ha cantado más -y mejor- a una mujer, parece haber sido Lope de Vega y, como se ve, a una cierta distancia: sesenta y seis contra un millar. Esto por lo que se refiere a la cantidad, ya que en lo que atañe a la calidad, eso es algo que cada lector podrá juzgar por sí mismo sin mayor dificultad y sin necesidad de poseer mayores rudimentos literarios, limitándose a leer las dos colecciones respectivas: sus sesenta y seis sonetos a Camila Lucinda y mi millar a Amparo.

No me resulta difícil deducir el escándalo que habré de provocar en quienes me leyeren, al tener la osadía de parangonarme nada menos que con Lope de Vega e, incluso, de insinuar la posibilidad de que los sonetos salidos de mi pluma puedan aventajar a los que, en un número infinitamente menor, surgieron de la suya. Quien quiera llegar a una conclusión rápida y clara a este respecto, no tiene sino que hacerse con el libro de Rimas en el que Lope incluyó sus dos centenares de sonetos y, entre ellos, los escritos a su amada Micaela Luján que, por descontado, salió inconmensurablemente mejor parada que la pobre Matilde Urrutia. Siempre he sentido una enorme admiración y cariño por la figura de Lope de Vega, por aquello de que su inusitada fecundidad me resulta bastante familiar y no veo yo por qué debo aceptar, por principio, el hecho de que la obra de éste o de cualquier otro vate pretérito tenga que ser necesariamente superior a la mía por el hecho de que ellos vivieran hace varios siglos y de que sus nombres hayan venido siendo objeto de veneración desde hace varias centurias. Por lo mismo que, a otra escala, no entiendo que deba tildárseme de inmodesto por el hecho de proclamar a voz en grito que me considero infinitamente mejor poeta que el bueno de Pablo Neruda, por mucho que su nombre se incluya entre los que integran el selectísimo club de los Nobel de Literatura. Porque la obra de un escritor no es necesariamente mejor que la de otro por el hecho de gozar de mayor celebridad o de haber vivido siglos ha, y porque la valoración de las obras de arte es algo mucho menos subjetivo de lo que se piensa y, en la mayoría de los casos, resulta enormemente obvia. Lo que es muy bueno suele resplandecer y, por ende, salta a la vista. Lo menos bueno acostumbra a tener una valoración mucho más discutible. Y en cuanto a lo malo o rematadamente malo, tampoco suele dejar lugar a dudas.

No dejo de reverenciar la figura de Lope de Vega por el hecho de comparar mi poesía a la suya, antes al contrario. Pero sería hipócrita y estúpido si, en el caso de que la considerase superior, lo callase por miedo a ser tachado de presuntuoso o de inmodesto. Siempre preferiré ser valorado como tal, que no comportarme como un hipócrita o un necio, ocultando a los demás algo que para mí resulta obvio y que no va a ser menos evidente para otras personas que lleven a cabo esa comparación con imparcialidad y sin prejuicios de ninguna índole. Y, por lo demás, al escribir cuanto acabo de escribir me estoy curando en salud y estoy saliendo al paso de las críticas que sin duda caerán algún día sobre mí, por haber escrito al modo de los clásicos y, muy en particular, de Lope de Vega. Como escribo más adelante, mal puede pesar influencia alguna sobre mí cuando por mor de todo el enorme volumen de trabajo que realizo, de la producción de mi vasta obra literaria y de investigación histórica y, en fin, de mi dedicación a mi amplísima descendencia, no he tenido tiempo para leer poesía desde hace varias décadas. Y aun entonces, por desgracia, la vorágine habitual de mi vida hacía imposible que pudiera cultivar mi pasión por la Literatura y, en particular, por la poesía de nuestros clásicos. Aparte de que si yo copiase a otros y me atuviese al modelo acuñado por ellos, sería indicio de mi falta de talento y de personalidad artística, así como de mi incapacidad para crear nada original y nuevo. Lo que no es en absoluto el caso, habida cuenta de las innovaciones que he introducido en mis sonetos y para las que nadie encontrará precedentes en otros poetas. Sobremanera… a) por lo que a la musicalidad y ritmo se refiere…; b) también, por la diversidad de rimas y por la búsqueda permanente y deliberada de rimas complejas y hasta endiabladas…; c) por la permanente experimentación en pos de formas y sonidos cada vez más armoniosos y melodiosos…; d) por la introducción de rimas internas que abundan y realzan las rimas propiamente dichas del final de cada verso…; e) por ser el primer y único poeta que, en la inmensa mayoría de los casos, ajusta las frases a las once sílabas de cada verso, sin recurrir a la muletilla fácil y cacofónica de continuar la frase de un verso en el siguiente, con el fin de hacer más sencilla la versificación… Todo ello, por supuesto, amén de las innovaciones que he introducido en la temática de mis sonetos.

Sería insensato pretender que pesa sobre mí la influencia de nuestros poetas clásicos y, por ende, que me limito a seguir su estela o a beber de sus ubres, cuando sin pretenderlo he demostrado mayor fecundidad que todos ellos, por lo menos por lo que a la composición de sonetos se refiere. No voy a decir que he escrito más sonetos que todos ellos juntos, pero si eso no es así, no debo andar muy lejos. Porque sumando los 1610 que llevo escritos hasta este momento, al millar largo de mis cinco obras teatrales, no estoy lejos ya de los tres millares de sonetos. Y escritos no a lo largo de toda una vida sino, simplemente, de cuatro años. Y todo ello contando con que sólo dedico a la Poesía la hora y media diaria que consagro a caminar y a la que se suma la media hora adicional en que, tras el paseo, me ducho y desayuno. Siempre con mi cuaderno al lado, incluso en la ducha. Es decir que si no hubiera tenido otra cosa que hacer que dedicarme a escribir sonetos durante todas las horas del día, imagínense ustedes los que llevaría escritos.

Pero mi objetivo jamás ha sido batir récord alguno, sino crear una obra lo más bella y acabada posible. Para lo cual, he dejado que el torrente de mi inspiración fluyera libremente durante el breve espacio de tiempo del que dispongo para consagrarme a estos menesteres líricos. Casi siempre a la amanecida y coincidiendo con mis tempranas caminatas antes de emprender mi jornada de trabajo. Todo lo cual aparece reflejado en los cuadernos escolares, en papel milimetrado, en donde han quedado recogidos los manuscritos de todos los sonetos. Cuadernos que me acompañan en todas mis caminatas y en cuyas hojas aparecen las huellas imborrables de la lluvia, del viento y hasta de los salpicones de la niebla o del agua de mar que han acompañado y adobado la confección de muchos de los sonetos.

También en lo que se refiere a mi culto a la mujer, clave para la comprensión de este libro, existen algunas afinidades flagrantes en este caso no entre la poesía de Lope y la mía, sino entre nuestras personas. Y aunque no es éste el momento de desvelar todo mi historial amoroso, probando con él hasta qué punto es grande el paralelismo entre la vida del Fénix de los Ingenios y la mía, sí creo necesario e importante ponerlo de relieve. Como también sería de justicia añadir que me he mostrado algo más consecuente que Lope en mi exuberante loa a la belleza femenina, perfectamente parangonable con la alta valoración que de la mujer como tal vengo haciendo desde que a los treinta y siete años escribiera mi libro La mujer al poder, primero escrito en España en defensa de éstas. Porque el concepto que Lope tiene de la mujer en general, parece ir un tanto a la zaga de la pasión con la que la canta poéticamente. Júzguese, si no:

                                          Es la mujer del hombre lo más bueno,

                                         y locura decir que lo más malo,

                                         su vida suele ser y su regalo,

                                         su muerte suele ser y su veneno.

 

                                          Cielo a los ojos cándido y sereno,

                                         que muchas veces al infierno igualo,

                                         por raro al mundo su valor señalo,

                                         por falso al hombre su rigor condeno.

 

                                         Ella nos da su sangre, ella nos cría,

                                        no ha hecho el cielo cosa más ingrata;

                                        es un ángel, y a veces una arpía.

 

                                         Quiere, aborrece, trata bien, maltrata,

                                        y es la mujer, al fin, como sangría,

                                        que a veces da salud y a veces mata.

 

Salvo en el segundo cuarteto, la maestría de Lope de Vega resplandece en este soneto en el que, como buen amador que fue, se pone de manifiesto el profundo conocimiento que alcanzó de la idiosincrasia femenina. Y es que no concibo yo un gran poeta que no sea, a la vez, un extraordinario amante… o amador. Porque la Poesía exige pasión y fecundidad y son éstos, a la vez, los dos ingredientes fundamentales del amor. Del verdadero amor que, inútil es decirlo, es aquel que funde y entrelaza a un hombre y a una mujer. A una mujer y a un hombre. Porque sólo un amor de esta naturaleza puede resultar fecundo en todos los órdenes y el fin último y supremo del amor es, precisamente, la fecundidad. La generación de Vida y, también, la generación de Belleza a través del culto rendido por el hombre a la mujer. Y esa belleza puede ser poética, musical, pictórica o, simplemente, gestual, a través de todas las expresiones y manifestaciones de amor que todos los hombres del mundo dirigen a las mujeres en las que depositan su amor.

Admiro, pues, a Lope de Vega como poeta… y le considero igualmente insigne -y afín- como rendido enamorado de la belleza femenina que fue. Lo que, cosa inevitable, le llevó a sufrir ampliamente de todos los males y agravios que el amor conlleva. Como reconoce cuando, en Castigo sin venganza, escribe una de las estrofas más extraordinarias que se han compuesto en lengua castellana:

                                                     En fin, Señora, me veo,

                                                    sin mí, sin vos y sin Dios:

                                                    sin Dios por lo que os deseo,

                                                    sin mí porque estoy sin vos,

                                                    sin vos porque no os poseo.

Aunque sólo hubiera escrito estos cinco versos, Lope de Vega se habría hecho acreedor a mi más rendida admiración. Como poeta y como hombre. Como poeta, porque esos versos son sencillamente magistrales y, como hombre, porque a través de ellos deja claramente patente su profundísima devoción hacia la mujer. Una devoción que comparto y que considero uno de los mayores tesoros que cualquier hombre puede recibir en la cuna. Por dolorosa que casi siempre resulte, por mor de las abismales diferencias que existen entre las prioridades y afanes de hombres y de mujeres. No es que seamos distintos, es que nos mueven cosas radicalmente distintas. Y hablo de nuestra idiosincrasia más profunda y no de las poses que muchas personas adoptan para parecer maravillosas ante los demás, a pesar de tener muy poco o nada de tales. Vivimos en la era del fingimiento.

Sufrió Lope de los daños del amor, como hemos sufrido, y mucho, todos aquellos que hemos amado o amamos profundísimamente y por encima, incluso, de nosotros mismos. Porque por inmenso que sea nuestro amor, a la postre y por mor de esas diferencias a las que aludía, la mayoría acabamos viéndonos, como el Fénix de los Ingenios, sin mí, sin vos y sin Dios

                                           Que otras veces amé negar no puedo,

                                          pero entonces amor tomó conmigo

                                          la espada negra, como diestro amigo,

                                          señalando los golpes en el miedo.

 

                                           Mas esta vez que batallando quedo,

                                          blanca la espada y cierto el enemigo,

                                          no os espantéis que llore su castigo,

                                          pues el pasado amor amando excedo.

 

Es éste uno de los sonetos dedicados a Micaela Luján, en los que no brilla, en absoluto, lo más excelso de la poesía de Lope de Vega. De donde se deduce que no gozó el poeta del privilegio de contar con la inapreciable e indispensable colaboración de una Musa como la que ha bendecido mi poesía. Y es éste un hecho absolutamente obvio que cualquiera podrá apreciar sin dificultad alguna, leyendo cuanto Lope escribió de o sobre Micaela en sus 66 sonetos y cuanto yo he compuesto sobre Amparo en ese cerca de un millar que ya ando próximo a haberle escrito.

También yo sé lo que supone elegir una Musa que no reúne las condiciones necesarias para ejercer de tal. Por falta de formación cultural o, peor aún, por deficiencias de su sensibilidad. Carencias que, inevitablemente, acaban trasluciéndose en la poesía que a mujeres de estas características se dedica. Porque se convierten en un verdadero lastre para el poeta, cuyo vuelo acaba siendo rasante por mor de la influencia negativa que sobre él ejercen. Precisamente porque yo he padecido alguna Musa que me ha impedido levantar el vuelo con su pragmatismo, su pesimismo, su desconfianza y hasta su simpleza, puedo entender sin dificultad las propias carencias que muestra la poesía amorosa de Lope de Vega y, muy especialmente, su colección de sonetos de amor que, con la mayor objetividad, considero sensiblemente inferiores a los surgidos de mi pluma. Y no, obviamente, por ventaja de mi ingenio sobre el de Lope, sino por el hecho de haber tenido la enorme fortuna de descubrir a una mujer que diríase ha sido moldeada y modelada para gustar la Poesía. Léase para deleitarse con ella, para apreciarla por encima de cualquier otra cosa y, por descontado, para vivir de una forma acorde con esa delicadísima sensibilidad para paladear la Belleza. Y de ahí el que, como escribí en la dedicatoria de mi primer libro de sonetos, éste no habría sido posible de no haber aparecido en mi camino una mujer como su destinataria. Porque es manifiesto que una mujer puede ser tan capaz de elevar a un hombre…, como de hundirlo. O, simplemente, de mantenerlo a ras de suelo, impidiendo que llegue a alzarse por encima de su propia testa. Que esto es lo que acostumbra a suceder de forma más común. Tampoco son escasas las mujeres que abocan a los hombres a una existencia subterránea. Y en cualquier caso, desde luego, son rarísimas aquellas que, con su dulzura, su sensibilidad y su cariño, los aúpan bastante o muy por encima de sí mismos. Es más que evidente que ninguna de estas últimas se cruzó jamás en la vida amorosa de Félix Lope de Vega y Carpio. Para desgracia suya, demérito de su poesía y detrimento de la Poesía.

La parcela más privilegiada del genio de Lope de Vega, es aquella que el poeta dedica a describir sus estados anímicos o bien a hacer remembranza de los avatares de su vida. En esta vertiente más introvertida de su poesía -a la que yo he dedicado menor atención con el propósito de no restar protagonismo a mi Musa- se incluyen los sonetos que personalmente más valoro de este poeta y entre los que se incluyen dos que voy a reproducir a continuación:

                                                          Soneto LXX

                                         Quiero escribir, y el llanto no me deja;

                                        pruebo a llorar, y no descanso tanto;

                                        vuelvo a tomar la pluma, y vuelve el llanto:

                                        todo me impide el bien, todo me aqueja.

 

                                         Si el llanto dura, el alma se me queja;

                                        si el escribir, mis ojos; y si en tanto

                                        por muerte, o por consuelo, me levanto,

                                        de entrambos la esperanza se me aleja.

 

                                         Ve blanco, al fin, papel, y a quien penetra

                                        el centro deste pecho que me enciende

                                        le di (si en tanto bien pudieres verte)

 

                                         que haga de mis lágrimas la letra,

                                        pues ya que no lo siente, bien entiende:

                                        que cuanto escribo y lloro todo es muerte.

 

Los dos cuartetos iniciales son sencillamente magistrales. No sucede lo mismo con los tercetos que les siguen, sobremanera con el primero de ellos que es francamente malo. Tampoco el segundo brilla a demasiada altura, aunque se enmienda en el último verso. Y todo porque, obviamente, Lope comenzó este soneto con ese último verso. Dicho de otro modo, lo elaboró después de haber concebido ese hermosísimo que cuanto escribo y lloro todo es muerte.

Otro soneto insigne de Lope, éste mucho más conocido, es el celebérrimo…

                                          Cuando me paro a contemplar mi estado,

                                         y a ver los pasos por donde he venido,

                                         me espanto de que un hombre tan perdido

                                         a conocer su error haya llegado.

 

                                          Cuando miro los años que he pasado,

                                         la divina razón puesta en olvido,

                                         conozco que piedad del cielo ha sido

                                         no haberme en tanto mal precipitado.

 

                                          Entré por laberinto tan extraño,

                                         fiando al débil hilo de la vida

                                         el tarde conocido desengaño;

 

                                          mas de tu luz mi escuridad vencida,

                                         el monstro muerto de mi ciego engaño,

                                         vuelve a la patria, la razón perdida.

 

También en esta ocasión, Lope construye dos primeros cuartetos brillantísimos, para ir a naufragar más tarde en los dos tercetos finales, hueros de ingenio y de belleza poética. Con la particularidad de que el primer verso del poema lo tomó prestado Lope de otro de Garcilaso de la Vega que tiene exactamente el mismo arranque y que conoció numerosas imitaciones. Y ahora se comprenderá por qué ha sido tal mi celo al no beber en la obra de otros poetas, hasta no haber concluido la redacción de estas páginas. Porque las influencias son casi inevitables y porque, aunque algunos opinen lo contrario, éstas resultan mucho más empobrecedoras que enriquecedoras. En la medida en que acaban haciendo discurrir a todos los poetas por unos mismos cauces, impidiendo que abran tramos verdaderamente singulares. Porque resulta mucho más sencillo emular los hallazgos ajenos que generar los propios. Cosa que sólo consiguen los grandes poetas, cuya estela se limitan a seguir los demás con manifiesta mansedumbre. Y es que el don de la innovación, en Poesía como en cualquier otro ámbito de la vida, es uno de los que la lotería de los genes ofrece de manera más cicatera a los seres humanos. Si se estudiase este fenómeno en profundidad, se observaría que casi siempre han sobrado dedos de una mano para contar los verdaderos innovadores que ha producido cada centuria. Los imitadores, por el contrario, se cuentan por millones, aunque algunos de ellos se hayan colado en el selectísimo club de la genialidad, merced a su habilidad para atribuirse y hasta apropiarse los méritos de otros creadores menos conocidos que ellos. Se trata de un fenómeno bien conocido, aunque poco estudiado, y que ha consagrado como genios a personajes dotados, todo lo más, de simple talento.

Una de las características de la obra sonetística de Lope de Vega podría ser el desequilibrio que existe entre los dos batientes que a modo de puertas conforman un soneto; sus dos cuartetos y sus dos tercetos. Por lo común, éstos acostumbran a ser inferiores a aquéllos, salvo en aquellos casos como el reseñado en que buena parte del soneto ha sido elaborado no para ir a desembocar en su último verso sino a partir de éste. Algo que no parece haber sido entrevisto por la crítica literaria. De ahí el que Miguel García-Posada escriba de los sonetos de Lope de Vega:

Es Lope un sonetista portentoso, que sentía especial predilección por esta estrofa. Sabe condensar, ajustar la expresión, y es un maestro en el arte de cerrar el poema. Construidos los sonetos en estructura ascendente, sus cierres constituyen el clímax de la composición, el momento culminante.

Porque en muchos casos, el verso que cierra el poema es, en rigor, el que lo abre. Es decir, el primero que vino a la mente del poeta.

La antítesis de estos dos ejemplos que acabo de recordar entre los sonetos de Lope, la señalaría uno de sus sonetos religiosos. Aquel -el número XV- en el que tras dos cuartetos discretos, el poeta nos deslumbra con dos tercetos prodigiosos…

                                       ¡Cuántas veces, Señor, me habéis llamado,

                                      y cuántas con vergüenza he respondido,

                                     desnudo como Adán, aunque vestido

                                     de las hojas del árbol del pecado!

 

                                      Seguí mil veces vuestro pie sagrado,

                                     fácil de asir, en una cruz asido,

                                     y atrás volví otras tantas, atrevido,

                                     al mismo precio en que me habéis comprado.

 

                                      Besos de paz os di para ofenderos,

                                     pero si fugitivo de su dueño

                                     hierran cuando los hallan los esclavos,

 

                                      hoy que vuelvo con lágrimas a veros,

                                     clavadme vos a vos en vuestro leño,

                                     y tendréisme seguro con tres clavos.

 

Sencillamente soberbio. Una prueba más, por otra parte, de que lo mejor de la vena poética de Lope mana de su espiritualidad y no de su tenor amoroso, harto menos inspirado. Lo contrario de lo que parece suceder en otro sonetista ilustrísimo y, a juzgar por lo que él confiesa, extraordinario amador: el barcelonés Juan Boscán. De la obra de este poeta catalán que con tanta maestría se expresó en la lengua castellana, destacaré el soneto XCVI, que tiene uno de esos finales que yo denomino de traca

                                     No alcanço yo por dónde o como pueda

                                    amar un coraçón desesperado,

                                    si no es porque fue tanto lo que ha amado

                                    que ama por la costumbre que le queda.

 

                                     Fortuna en mí bolvió tanto su rueda

                                    que casi a este punto m´ ha llegado,

                                    que con la fuerça del amor pasado

                                    el mi presente Amor agora rueda.

 

                                     Soy tan grande amador que Amor sostengo

                                    con el amor de mi verdad pasada,

                                    y esto solo me queda en cuanto tengo.

 

                                     Con esto solo bivo y me entretengo,

                                    y bivo, según esto, de nonada,

                                    pues que de lo pasado me mantengo.

 

Impresionante. Extraordinario. Muy especialmente en los dos tercetos finales, que considero sencillamente antológicos. Sobre todo, por su sencillez.