La sencillez es, siempre y en todos los ámbitos, lo más difícil de alcanzar. Por paradójico que resulte. Por eso escasea tanto la poesía sencilla, que acostumbra a ser la más buena. Sin que ello signifique que un poema es ya bueno por el mero hecho de ser sencillo. Además, tiene que transmitir emociones. Y decir cosas de la forma más bella posible y, preferentemente, con musicalidad. Porque la sencillez en poesía equivale a transmitir el mayor número posible de impresiones, con la mayor economía verbal y ornamental posible y sin que ello redunde en demérito de la belleza y profundidad del contenido. Que, a la postre, Poesía no es otra cosa que una forma de expresar los sentimientos, envueltos en Belleza. Y aquí radican muchos de los males y carencias de la poesía contemporánea, porque siendo ya bastante arduo conseguir convertir en palabras los sentimientos, no digamos ya cuál es la dificultad que entraña conseguir que ese lenguaje se halle transido de belleza y, encima, de musicalidad. No es de extrañar, pues, que ante lo trabajoso del empeño, los poetas contemporáneos ora se olviden de transmitir emociones, ora de sentirlas, ora de expresarlas bellamente, ora de cantarlas con la musicalidad que, preceptivamente, debería exigirse de toda la Poesía que se produce.
Como he escrito ya con anterioridad, mi estilo es afín al de otros poetas, en la medida en que la buena poesía, como la buena música, guarda siempre semejanzas. Pero esas semejanzas no son fruto de influencia alguna, en la medida en que mi consagración a la labor de investigación histórica me ha mantenido alejado de la Literatura desde mis ya lejanos años de profesor de la Universidad de Bruselas. Hace de ello más de treinta años en los que, lamentablemente, pocas veces he podido aproximarme a la Poesía…, salvedad hecha de a la mía propia que, ocioso es decirlo, he seguido cultivando tenaz y apasionadamente desde que, antes de cumplir los quince años, mi profesor de Redacción del Colegio San José de Valladolid, el jesuita Padre Arenas que más tarde abandonaría la Compañía de Jesús, me descubriera mi vocación poética al decirme, de forma reiterada, que todo lo que yo escribía «era Poesía».
En ocasiones, alguno de mis lectores me ha hablado de las afinidades que existen entre mi poesía y la de poetas contemporáneos como Luis Cernuda. Sin embargo, mal podría hablarse de influencia de este escritor sobre mí, cuando reconozco que no le he leído jamás. Por aquello de que sólo me atraen y me han atraído siempre los poetas de verdadera talla que, como sucede con todas las artes, son extraordinariamente escasos. De esta suerte, en mi juventud me deleité leyendo a poetas como San Juan de la Cruz, Lope de Vega, Fernando de Herrera, Jorge Manrique, Calderón de la Barca… o Juan Ramón Jiménez. También hube de leer mucho, en este caso por imperativo profesional durante mi permanencia en la Universidad de Bruselas, a mi paisano Jorge Guillén. Un gran poeta, sin duda, aunque no excelso como los que acabo de citar.
Las afinidades entre la poesía de unos poetas y otros, son lógicas e inevitables en la medida en que la sensibilidad extrema que determina la vocación y la condición de poeta, tiende unos puentes o vínculos fortísimos y muy próximos entre cuantos cultivamos esta difícil arte que, sin la más mínima duda y les guste o disguste a quienes cultivan otras formas literarias, es la esencia misma de la Literatura. Su perla más preciosa y, por supuesto, escasa. Y hablo, obviamente, de la Poesía con mayúsculas. Y, por supuesto, de la poesía a la que la subordinación a la rima impone un plus de dificultad, al tiempo que obliga a efectuar un extraordinario, en ocasiones casi sobrehumano, esfuerzo de síntesis. Y en este caso me estoy refiriendo, muy especialmente, a esa forma métrica a la que conocemos con el nombre de soneto, en la que los condicionantes de extensión, métrica y rima elevan el grado de dificultad a extremos sólo mensurables por aquellos que, en alguna ocasión, han intentado pergeñar una de estas composiciones. Piénsese, solamente, en lo que supone que de algunas desinencias o terminaciones existan, en muchas ocasiones, tres o cuatro palabras como máximo que las contienen. Y que con esas palabras, cuyos significados pueden ser absolutamente dispares y hasta escandalosamente antagónicos, deben construirse los dos cuartetos o los dos tercetos que componen un soneto. Y hasta en ocasiones, si se mantiene la misma rima en toda la extensión de éste, la mitad de sus catorce versos. De ahí el fácil recurso de la inmensa mayoría de los poetas o sonetistas mediocres, ora a decantarse por rimas fáciles, ora a echar mano de nombres procedentes sobre todo de la Mitología, ampliando el número de posibilidades a las que recurrir para construir sus composiciones y supliendo con ello, en definitiva, la falta de talento poético. Y esto cuando no se apela al otro recurso, no menos simplón y fraudulento, de bucear en las páginas del Diccionario en busca de palabras insólitas con las que rematar las rimas. Palabras que no conoce absolutamente nadie (empezando por el autor de ese soneto) y que constituyen una burla para la Poesía y una tomadura de pelo para quienes beben en y de ella. Porque el mérito de un poema se mide, precisamente, por su sencillez y por la capacidad de su autor para expresar una idea o un sentimiento de la manera más comprensible posible y recurriendo a los términos del lenguaje corriente. Que no del lenguaje fosilizado que vive sólo en las páginas de los Diccionarios y que, justamente porque nadie entiende, no es válido para el lenguaje de la Poesía. Y esto reza igualmente para las alusiones a todos esos personajes mitológicos a los que se apela, no por ellos mismos sino porque su nombre tiene una terminación que se necesita para poder cuadrar un cuarteto o un terceto.
Un poema que no es sencillo y espontáneo es cualquier cosa menos un poema. Por muy perfecta que llegue a ser su rima. Porque, ¿para qué sirven una rima y una métrica impecables si el precio que ha debido pagarse por ellas es el del empobrecimiento o, lo que aún es peor, la pérdida completa del sentimiento que en forma de instantánea poética, constituye la esencia de la Poesía amén de su propósito final más irrenunciable? Un poema, un soneto, se escribe porque se siente y para que sea sentido. Y ¿cómo podrá ser sentido cuando a duras penas o incluso de ninguna manera llega a ser comprendido?
¡Cuántos sonetos de nuestra literatura clásica, debidos a poetas tan insignes como el mismísimo Francisco de Quevedo, son auténticos desperdicios poéticos porque sus autores se olvidaron de sentir al componerlos, preocupados sólo de que sus formas fueran impecables! Bueno, eso de impecables es sólo un decir, ya que no tengo yo por tales a aquellos sonetos en los que todo está forzado hasta límites inconcebibles, con tal de conseguir que las rimas cuadren como mandan los cánones. Y en este sentido, de esa suerte de sonetos -que por desgracia son la mayoría- yo no me atrevería a decir que son sonetos sino, más bien, sonsonetes.
Bueno será decir aunque sólo sean dos palabras, sobre la forma como buena parte de los clásicos rematan sus sonetos. Porque se diría que literalmente agotados tras escribir los dos cuartetos, apelan en los tercetos al recurso fácil de eludir la laboriosa rima 1-3-5 / 2-4-6, refugiándose en esta otra, 1-4 / 2-5 / 3-6, que resulta extraordinariamente más sencilla de construir pero que, en cambio, es también mucho menos bella y melodiosa. Yo he utilizado esta última rima en alguno de mis sonetos, pero ello ha sido en aras a la variedad que tanto me ha preocupado y preocupa imprimir en mi obra, tratándose como se trata de una colección que se encamina ya hacia los dos millares de sonetos, de los que la mitad hablan de amor y están dedicadas a una misma mujer. Lo que quiere decir que si grande es la dificultad de escribir tal cantidad de sonetos, a esa dificultad se añade la de tratar de eludir, por todos los medios, la posibilidad de incurrir en repeticiones o de dejarse atrapar por la rutina y la monotonía.
La rima libre de la poesía contemporánea, dentro de la pobreza formal que por lo común implica y de la renuncia total o casi total a uno de los valores esenciales de la Poesía, el de la musicalidad, tiene por lo menos la virtud de liberar a sus autores de todas esas incursiones en el ámbito de lo absurdo a las que los antiguos se veían abocados por mor de la necesidad de sujetarse a unas palabras que poseyesen unas terminaciones dadas. Aunque como los males de la Poesía parecen no tener enmienda, ahora que la libertad formal ha liberado a los poetas, ha llegado la hora de que éstos den en desbarrar en verso, introduciendo imágenes absolutamente peregrinas y generalmente incomprensibles y supliendo con ellas la carencia de ideas y, lo que es más grave, la falta de inspiración. Término con el que tradicionalmente venimos denominando al talento poético. Porque la inspiración acude siempre cuando existe talento. Y nunca o raramente cuando éste brilla por su ausencia.
Mi colección de sonetos tiene mucho de «declaración de guerra» contra la poesía contemporánea, tan pobre y ramplona como la época que la produce y en la que han quedado entronizados, como moradores insignes del Olimpo de la Poesía, nombres de poetas menores como puedan serlo García Lorca, Miguel Hernández, Luis Cernuda, Gabriel Celaya, Pablo Neruda o Rafael Alberti que, en otra época, jamás habrían logrado abandonar los grises predios del anonimato al que, injustamente (todo hay que decirlo), se ven abocados los poetas menos singulares y brillantes. Bien es cierto que todos esos nombres que acabo de mencionar jamás habrían llegado a alcanzar la celebridad de la que han gozado y gozan, de no haber sido por sus respectivas adscripciones políticas y por el hecho de que su condición de militantes de la Izquierda ha sido hábilmente instrumentalizada por ésta para reforzar y consagrar la idea peregrina y estúpida de que la Cultura y el talento artístico y literario son patrimonio y feudo exclusivo de quienes militan o han militado en las huestes de los partidos socialista o comunista. Nada más alejado de la realidad, como prueba el hecho de que el más insigne poeta español del siglo XX, Juan Ramón Jiménez, aunque voluntariamente exiliado de España tras el advenimiento de la dictadura del general Franco, se mantuvo siempre equidistante y rabiosamente independiente dentro de lo que hoy se conoce como el espectro político. Y es que -permítaseme decirlo de la manera más clara y rotunda posible-, la genialidad se aviene extraordinariamente MAL con las militancias y las adscripciones ideológicas y políticas, hasta el extremo de que no soy capaz de concebir un verdadero genio que no haya sido exacerbadamente independiente, tanto en sus ideas, como en la manera de plasmarlas, como en la orientación y concepción de su propia vida. Bien es cierto que hoy se otorga graciosamente a cualquiera la condición de genio, allí donde no existe otra cosa que talento. Con lo que nos han convertido en genios a personajes como Pablo Picasso u Orson Welles, por poner dos ejemplos, que ni por asomo rozaron la genialidad. Picasso fue un gran pintor, un pintor talentudo, pero nada más. En todos los órdenes de su vida, más allá de la Pintura, fue un individuo absolutamente vulgar y corriente, exacerbadamente egoísta y con unos valores humanos que brillaban sobre todo por su ausencia. Y lo mismo cabría decir de otros personajes a los que la pobreza de criterio ambiental ha convertido en genios, sin que tuvieran el menor atisbo de tales. Verbigracia, el último Premio Nobel de Literatura español, Camilo José Cela. Un escritor de talento que, por lo demás, no pasó de ser un hombre común. Y ahí están su vida y su obra para demostrarlo.
La Poesía es hoy una auténtica caricatura de lo que fue. Por no decir que una burla. Exactamente igual que sucede con la Música o la Pintura etiquetadas como contemporáneas. Y, claro está, como la ausencia de talento o, lo que es lo mismo, la mediocridad constituye la tónica general y está a la orden del día, sucede que cuando un autor, por poseer el talento necesario para ello y no por emular a nadie, se aproxima a las formas clásicas, a las formas de toda la vida, se ve de inmediato anatematizado y excomulgado por el resto de sus colegas que, invariablemente, le tildarán de anacrónico y de hallarse fuertemente influido por los creadores de antaño.
Aparte de que mal puede hablarse de influencias -y vuelvo a referirme específicamente a mi poesía- cuando se dan en ella características muy diversas, algunas de las cuales pueden aproximarse en mayor o menor medida a las que se dan en otros poetas, en tanto que otras, la mayoría, son rabiosamente originales y no tienen precedentes en otros autores. Un poeta que remedase con acierto a otros autores pero que fuera incapaz de aportar nada nuevo a la Poesía, sería ciertamente un poeta menor, carente de personalidad propia y subordinado a sus maestros. Otra cosa muy distinta sucede cuando un autor se muestra capaz de moverse con la misma comodidad en todos los ámbitos y modalidades diferentes del lenguaje poético.
Que nadie trate de encontrar vanidad en mí. Porque, sencillamente, no conozco ese sentimiento. ¿Qué vanidad puede caberme cuando el hecho de ser de una manera determinada, no es mérito mío sino de los genes que he heredado de mis antecesores? La vanidad, en todo caso, debería ser de ellos. Porque fueron ellos, en realidad, quienes labraron los méritos de los que yo ahora -trabajo y sacrificio mediante, por supuesto- me beneficio. No siento vanidad, sólo una inmensa satisfacción porque yo habré sido un mero instrumento del destino para lograr que la Poesía digna de tal nombre vuelva a cultivarse en nuestra generación, proporcionando a hombres y a mujeres, sobremanera a estas últimas, momentos de sublimación y de deleite imposibles de obtener por otras vías. Porque la Poesía de verdad, no sólo embellece nuestra mente. También, y lo que es más importante, nos hace mucho mejores.